Sueños
ajenos inoculados desde las aún festejadas tres carabelas repletas de
criminales marginados, enceguecidos por la fortuna.
“El
venezolano es flojo, vivo”, nos dicen desde chiquitos. Por lo tanto, me voy
bebiendo sorbo a sorbo eso de no ser venezolano, mientras el mensajito imbécil
se instala en nuestra cabeza.
Compendio
de razas hacinadas en un mismo territorio en contra de sus voluntades arrodilladas,
a las que les cuesta sentir orgullo de esta mezcla no solicitada, llevada a
cabo, en principio, por la violación de seres humanos entonces descritos como
animales.
Sueños
ajenos que se apoderan de nuestras horas, de nuestras creencias, de nuestras
voluntades, de nuestras decisiones, para finalmente adueñarse de esta, nuestra
historia repetitiva y fastidiosa de contar.
Sueños
ajenos que perviven muy dentro y que nos aleja de eso que llamamos identidad.
Sueños
ajenos y sofisticados que cada vez noquean a esta memoria colectiva frágil que,
invariablemente, nos empuja a anhelar un pasado mejor que nunca existió y que misteriosa
e inexplicablemente nos trajo a este drama.
Sueños
ajenos que en parpadeante retórica reclaman la reconciliación, pero nuestra
memoria bien entrenada para la calamidad nos impedirá saber si alguna vez
estuvimos en conciliación.
Finalmente,
esos sueños ajenos se plantan en definitiva para exigir rentabilidad,
resultados, y es cuando no hay vuelta atrás. Es entonces cuando se elevan las
anclas y desaparece el arrepentimiento posible para morir lejos, aunque
calentitos, de esto que pudo ser un sueño propio, mancomunado, grandioso,
llamado “Venezuela”.
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