La búsqueda de la verdad ha pretendido ser
una de las empresas más importantes y duraderas. Normalmente flanqueada por sabios,
pensadores y creyentes, que han hecho un esfuerzo por mantenerla después de
encontrarla, ha logrado malograr a más gente de la que se hubiese imaginado.
Entonces es cuando vienes tú con tu verdad a aplastar la mía, yo me enojo y te
la restriego en tu cara para después terminar en supuestas “discusiones” entre
gente pensante, inteligente ella.
Cuando alguien habla de la verdad no acepta
dudas, variaciones o disidencias de sus interlocutores, no. Cuando alguien
habla de su verdad particular, de su interpretación de alguna verdad más
grande, se erige como una regadera de bendiciones para quienes lo escuchan; y
como habla tan bonito, me lo tengo que creer o le hago la guerra con lo que acabo
de leer.
Pero nadie habla del respeto, que quizás es
la verdad primera que debería gobernar. Imaginando que alguien tuviese “la
verdad” en sus manos, el respeto debería ser el hilo conductor de sus palabras,
de todo ese discurso altisonante. No es raro ver por ahí gente con un panfleto,
con la Biblia o con una entrevista televisiva bajo el brazo, negando con la
cabeza y manoteando a su audiencia, mientras esgrime sus argumentos
apasionados, infalibles, autoritarios. Son, en la práctica, los detractores más
tremendos de la mayéutica de Platón, mientras afirman, a sombrerazos, ser los
portadores de algo que todos necesitamos saber.
El tan ausente respeto podría servir para
abrir oídos y corazones, para necesitar escuchar lo que el otro piensa y siente
y sus razones; para aprender del otro y hacer que escuchen nuestras inquietudes
para ver si conseguimos respuestas entre nosotros mismos, pues… entre panas.
Pero no. Tan vehementes que somos, tan
inyectadores de criterios que nos creemos, tan reyecitos de la oratoria que nos
vendemos, que nadie —¿escucharon?— ¡nadie! ¡va a venir a decirme que lo que
aprendí anoche es mentira!
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