Para cambiar al
mundo hay que comenzar por cambiarse uno mismo. De verdad que suena como una
semerenda pendejada, pero parece que es así. Somos ladrillos con lo que se
construye una sociedad, y si un grupo o la mayoría de los ladrillos se
desmoronan o están torcidos, ya imaginamos lo que resultará. En este sentido,
hagamos un ejercicio creativo: imaginemos que la gran mayoría hizo su tremendo
trabajo en sí mismo y llegamos al cambio que cada uno visualizó. ¿Quién nos
dice que ese cambio fue para mejor, en términos prácticos? “¿No era así que
debíamos cambiar?”, se preguntaría uno. ¿Qué es lo que nos debe guiar, como
sociedad, hacia un futuro de mejor convivencia, de una prosperidad suficiente,
de una paz duradera? ¿Será que no todos queremos eso, de la convivencia, la
prosperidad y la paz? Por ahora, quienes han regido al mundo no se han ocupado
de ninguna de esas tres al menos, destinando o desviando los beneficios que
estos elementos (o su escasez) producen para sí mismos. Nos gusta el poder, nos
gusta distinguirnos para mejor utilizando los estereotipos occidentales. No nos
gusta ser prósperos y exitosos si todos nuestros vecinos también lo son. Nos
gusta el éxito, pero que ese éxito establezca una diferencia entre nosotros y
quienes no se lo ganaron por flojos o incapaces.
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