Alguien tiene que parar esto. Alguien tendrá que darle fin
al desastre. Alguien deberá ponerle punto final a este ciclo infinito de
degradación del ciudadano. El pillaje ya se hizo dueño de las calles, de las
instituciones, de las desesperaciones. Cada vez menos personas son las que se
detienen al ver a un ser humano en desgracia, al vecino jodido, para fingir que
todo está bien y seguir en su garabato de vida.
Muchos se lamentan de la situación, como es natural. Otros con
menos filtros gritan y manotean la cara del otro. Otros, todavía con reservas,
juegan a que no ven, a que no saben, mientras el barco de todos se sigue
hundiendo. ¿Y quién para esto, entonces? La respuesta a la mano es Dios, un
semidiós o un político –que es más o menos lo mismo–, un cataclismo que se
lleve a los malos y deje a los buenos miedosos reconstruir entre los escombros.
¿Cómo serían los reconstructores? ¿Genios, maestros,
abogados, comerciantes? ¿Qué edades tienen ahora quienes comenzarán por el
camino limpio, depurado? Por razones lógicas de tiempo y oportunidad, yo me
inclino a pensar que son los niños los depositarios de esa esperanza y esa nueva
manera de sentir, de pensar, de actuar. Sí, sí, esos bichitos fastidiosos que
nacieron sin querer, que no dejan de joder, que lo que hacen es jalar plata, que
hay que comprarles un videojuego o un teléfono inteligente para que nos dejen,
a nosotros, las joyas que destruyeron todo, en paz.
Pero, ¿quiénes los educarán? ¿Quiénes los llevarán de la
mano? ¿Sus padres, sin afectos cultivados ni herramientas aprendidas? ¿Sus
maestros, hundidos en la desmotivación eterna del sistema? ¿Los funcionarios
públicos, que pescan y ahogan en río revuelto? ¿O nuestros empresarios, reyes
del sálvese quien pueda? Pregunta difícil de responder.
Los jóvenes padres, hijos de esta generación, tienen la
labor cuesta arriba de colocar en las mentes y los corazones de los pichurros
las herramientas para disfrutar y defenderse en la vida; jóvenes padres que no
fueron educados ni instruidos por los suyos o por el Estado, nuestro padre
institucional abandonador, infestado, a su vez, por esos jóvenes padres y
abuelos corrompidos por la crisis y sus oportunidades.
¿Cómo salir de este
círculo más que vicioso? ¿Cómo romper con la involución constante que nos
arrima al borde del barranco definitivo? La respuesta lejana, por supuesto, es
el uso de la conciencia. Pero, ¿quién –o qué– nos orientará hacia ese estado mental
en el que se vislumbra el camino más conveniente, sin miedos, prejuicios o
caprichos? Ya eso sería mucho responder.
Mientras tanto pasa, que siga el despojo descarado, la
destrucción de posibilidades, el chamuscado de sueños. Tal vez, y como dicen
los viejos en las colas interminables, lo que hace falta es terminar de caer
para comenzar en serio.
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