martes, 19 de mayo de 2020

¿Espiritualidad? ¿Aquí? ¿Ahora?


Tema siempre difícil por la profundidad que podría suponer, y más ahora, cuando a cada uno le toca una dificultad sobre otra por resolver, al mejor estilo de traspapelado, en el que uno nunca sabe por qué anda triste, enojado o ansioso. Que alguien te aborde para hablarte de espiritualidad (mejor o peor conocida como religión) en estos tiempos es como cuando a uno se le rompe la bolsa del mercado y mientras trata de recoger el reguero, alguien se te agacha al lado y sin ayudarte te quiere hablar de algo “vital” o como cuando llevas a tu niño de emergencia al médico con cuarenta grados de fiebre y solo te recomiendan una dieta sana.

Sin embargo, podríamos decir que a lo largo de los años, de los siglos, las dificultades van cambiando mientras la inquietud por acercarse a algo trascendental, algo “más allá de solo esto”, permanece latente, sale a pasear y luego se esconde de nuevo hasta la próxima época de revisión “seria”.

Pero, ¿quién es espiritual? ¿Cómo luce pa saberlo? Hablar de eso es como hablar de las dietas para adelgazar, esas que uno siempre adopta con un claro ímpetu temporal, una moda. Si observas a quienes tienen buena salud integral, la delgadez es solo la consecuencia de modificaciones realizadas al estilo de vida en un nivel superior: no es por dejar de comer hamburguesas. Algo así pasa con la espiritualidad.

La llamada espiritualidad durante la crianza a algunos se nos hizo tan de fantasmas, tan de velones y promesas, y hasta de utilidad oscura o de espectros infantiles bondadosos, que es muy difícil recurrir a ella sin sospechas, sin cuestionamientos justificables y hasta con la sensación de que se vamos a quedar como estúpidos.

Pasan los decenios, las generaciones y entre rumba y rumba, la llamada espiritualidad no aparece por ningún lado, porque es obvio que estamos embriagados en más de un sentido, sobre todo si nos va bien en lo material. Pero no es una queja: así deben ser las cosas bajo la premisa de que el sufrimiento castigará hasta que nos detengamos y replanteemos el escenario. Mientras, durante la juventud, divino tesoro y enfermedad necesaria, haremos lo posible para forzar nuestro camino por entre las imposiciones de los adultos, o mejor dicho, los más viejos y anacrónicos.

Y llegan los cuarenta y pico y suenan las alarmas de no sé qué, de que se hace tarde, de que “mejor hubiera hecho esto o aquello” o de que tal vez ya pasaste la mitad de tu vida y todavía tienes el rancho ardiendo. Ya ni el televisor, la pea, las promesas de siempre o tu media naranja sostienen el techo endeble como antes. Y entre el que grita en la plaza, el que te pide “unos minutos de su tiempo”, junto con el resto de charlatanes de las redes y canales de TV, van superando nuestra resistencia natural hacia tales mensajes mágicos para dejarnos ver que son relatos algo retorcidos de algo más, de algo que ellos no saben expresar, ni queriendo, con la honestidad pertinente.

Todos parecen ser relatos sobre algo, pero ¿sobre qué? ¿Qué cosas hay detrás de este velo de iconos, historias y verdades acomodaticias? ¿Qué pueden tener en común toda esa gente lanzando mensajes de correctitud y salvación por las calles y pantallas? ¿Cuál es el cuento que debo conocer? ¿Debo conocer algún cuento o todo es cuento?

Son historias viejas las que se cuentan, exceptuando algunos adefesios a los que es fácil desenmascarar , son historias que han sonado durante siglos, de tradiciones extremadamente extranjeras en las que, por muy milenarias que sean, se nota también un relato sobre “algo” que se parece al otro viejo relato de al lado.

Algo debe haber, digo yo, detrás de esos relatos que se trata de dibujar, de explicar, de imponen a su manera tendenciosa… pero algo hay. Algunos grupos e individuos intentan hacer la tarea y tratan de explicarnos el asunto misterioso relacionando su relato con la cotidianidad de ahora y de aquí. Muchos no pasan de la intención. Otros se quedan más adelante en su camino enarbolando la bandera de su ego personal, sabiéndolo o sin saberlo, creyendo que creen, y forman su propio grupito personal de seguidores y hasta salen por televisión… pero ese es otro cuento.

Más adelante en la vida y con exceso de peso, con hipertensión arterial y un hogar que mantener, llega la enfermedad, ese mensajero fidelísimo del desorden y la historia personal hasta el momento, y nos entrega el primer mensaje “en sus manos”. Ese mensaje, que seguro pensamos imprevisto, inusitado y “hasta sorpresivo, chico”. De repente, nos encontramos en un desequilibrio vital que no podemos ver, que malentendemos o que metemos debajo de la cobija para no afrontarlo.

¿Qué se hace ahora? ¿En qué se convirtió la rumba de los 20 y los 30? Al parecer, en medio de la ebriedad tomé algunas decisiones que ahora me tocan la puerta, entran y se quedan a dormir conmigo. Si esto vendría a ser el ratón, la resaca después de la fiesta, ¿cuál vendría siendo el antídoto? Varios panas me dijeron que la solución para despertar de un sueño, bueno o malo, es abrir los ojos, ser conciente, dar espacio a la descongestión, y una vez con los pies al fin en el suelo, dejar colar la nueva visión de todo lo que te rodea.

Pero eso no parece espiritualidad en los términos conocidos; eso parece sentido común, parece bajarle dos, parece un orden en la pea. ¿Dónde queda el relato conocido sobre el espíritu, ese con más pinta de espanto? Me gusta asociar el término espiritualidad con la conciencia. Si le dijéramos “conciencia” a esa instancia superior que usa a la mente como herramienta y hasta nos “libera de los malos pensamientos”, me sentiría mejor. Muchos misterios se apartarían y solo quedaría un escueto y poderoso esquema de causa y efecto, espolvoreado con aspectos trascendentales bastante deseables: la bondad, la solidaridad, la compasión, el respeto y demás expresiones del amor, que finalmente parece ser el dictador cotizado.

Mucha cháchara, mucho bla bla bla en tratar de decidir qué sipote es la espiritualidad y si eso nos “sirve” de algo en estos tiempos. De verdad que queda mucho tramo por recorrer en el tema y las decisiones vinculantes de nuestra vida en ese respecto. Siempre ha sido un misterio y las religiones se lucieron al tomar el término “espiritualidad” y cogérselo para ellos.

Finalmente, algo que me parece interesante de quienes intentan honestamente, de quienes trastabillan por ser coherentes con el término y lo buscan aplicar a sus días  ̶ independientemente de su relato con nombre, si lo tuvieren ̶  es la paz que respiran, es lo prestos que están para ayudar, para hacer de este desastre de mundo, algo mejor. No parece algo para desechar a la primera, ¿cierto?

martes, 12 de mayo de 2020

El reflejo de la luna y demás...


No es “la cosa” lo que vemos, sino lo que apunta hacia ella. A veces ese apuntador ni cerca está de lo que necesitamos, y en ese camino extraviado, nos quedamos rezándole a estatuas, mirando nuestra “vida soñada” por televisión o afirmando que este desorden es la felicidad. Y lo hacemos durante toda la vida, durante tantos años, que llega un momento oscuro en el que debemos mirar atrás para saber cuándo dejamos de ser auténticos, cuándo la libertad de ser; cuándo fue que nos traicionamos a nosotros mismos y ahora nos vemos obligados a arrodillarnos en ritos, arrastrarnos por las formalidades, rendirnos ante la tecnología y los argumentos científicos: religión por todos lados, pues, aunque te arreches y me repliques ahora con argumentos cuadrados que chorreen veneno heredado, copiados con urgencia, inyectados sin darte cuenta. Y nunca falla el momento de la temible pregunta “¿y en qué ando yo?” que nos produce un frío en la espalda y un temblor en las piernas. Nos llenamos de tantas representaciones, imágenes, referencias, apuntadores, que nos emocionamos más al ver un paisaje en una pantalla HD que teniéndolo enfrente. Salivamos viendo el retrato de una manzana en un comercial, pero cuando vamos al mercado no sentimos nada. No es por ser agorero, pero seguro uno de estos días nos encuentran atolondrados, mirando el reflejo de la luna en un tobo, sin saber en qué parte del cielo estaba.

Otra palabra manoseada: Felicidad


Felicidad, otra palabra manoseada. Todos queremos ser felices: todos, y queremos ser felices a como dé lugar, aunque no sepamos qué vaina es esa. Unos dicen que es el resultado de obtener los logros planteados; el de más allá afirma que puede ser feliz aunque esté coyunturalmente triste; las pantallas y revistas nos inducen la idea de la felicidad por medio de vivencias emocionales fuertes que normalmente benefician a tal o cual empresario. Ante el desengaño, se dice que la felicidad son pequeños períodos, momentos en la vida, como si fuese igual a la simple alegría. Los de aquí ven a la felicidad en prospectiva y los de allá en retrospectiva; es decir, unos la ven a futuro en un deseo honesto y optimista; y otros en el pasado, al momento de tejer el resumen de lo vivido. Claro, siempre están los que dicen que es lo que el dinero puede proveer y cuando se dan cuenta de que hay millonarios tristes y suicidados, salen con el chiste de que prefieren ser infelices, pero al menos con piscina. Es obvio el manoseo de la palabrita, y particularmente me parece que la palabra felicidad es otra construcción bien o malintencionada que se perdió en el camino, entre enredos y medias verdades, y que actualmente no se puede ser feliz sin crecimiento interno, sin desarrollar eso, “lo esencial que es invisible a los ojos”. Tal vez estamos pidiendo demasiado sin tener los recursos para gozar una realidad benevolente. Tal vez la humanidad se desvió y cayó por un barranco por el que ser feliz es solo un decir, un deseo necio. Quizás hay que, en estos tiempos, ir ajustando la idea de la felicidad al gozo tranquilo, al entusiasmo constructivo, a la paz. Pareciera que el ejercicio de la felicidad, en esta época, se refiere solo a la distracción, al tener, disfrutar y desechar: al consumo, pues… y como no hay real, nunca sabremos si eso es así o es otra mentira más.

Otra palabra manoseada: Libertad


Libertad, otra palabra manoseada. Y hay cantos por la libertad; y hay muertes por la libertad; y hay vidas enteras dedicadas a defender la libertad. Y así, igualito que pasa con otros símbolos sagrados, después del sufrimiento, en medio del triunfo ocasional y de la ebullición que este produce, se vuelve nada. Aparecen entonces los nuevos héroes de la libertad a confiscar libertades. El mártir se vuelve el verdugo de turno. Aparece el joven que clamada libertad en casa de sus padres a eliminar esa misma libertad en su próxima familia, en su vecindario, en su trabajo: dondequiera que se le dé poder. El individuo hambriento de libertad se juntará con el vecino afín, con multitudes afines e implantará una globalidad que usa la palabra libertad para referirse a SU libertad, arrastrando el concepto entre sus seguidores, quienes defenderán la libertad de su seudolíder como si fuera la propia, perdiendo de vista el propósito inicial: la posibilidad de desarrollarse interna y externamente, de poder decidir sus conveniencias y sus caminos sin el límite arbitrario del patrón. En una vergüenza, pues, se convierte el circo de la libertad ya supuesta, en la que pocos actúan, disfrutan, deciden, mientras la gran mayoría, sin participar del adefesio, de la rebatiña, aplaude desde sus asientos, desde lejos, desde afuera, con prohibición de acercarse. Al parecer, en estos tiempos la libertad es como el viento de agua, pero sin agua.

lunes, 11 de mayo de 2020

Otra palabra manoseada: Amor


Amor, otra palabra manoseada. En los libros, en el transcurso de la historia, en la casa, de chiquitos o según boleros de la radio. Quién sabe de dónde salió tanta falacia. Lo cierto es que el amor se convirtió, a fuerza de manipulación acomodaticia, en la razón de vida de muchos, que en extraña paradoja, no parecen entender qué cosa es esa tan nombrada, tan gritada a los “cuatro vientos”, tan bordada en tanta bandera. Por algún esguince de los tiempos, el amor se convirtió en motivo de guerras, en calamidad personal, en el sufrimiento que se coló en el paquete soñado. Como un acto siniestro de magia, “el que no cela no ama” o “te amo con locura”. El amor llegó a ser ese fluido especial que solo verteríamos solo en unos cuántos: mi mujer, mi hombre, mis hijos, mis padres y hermanos, mientras camino por ahí destrozando al resto. Así que podemos ver gentes que “aman” con demencia a dos o tres y no aman a más nadie. Es una forma ridícula y pretensiosa de amor: un amor selectivo… como si el amor fuera un chorro dirigible. Convertimos a ese portento de sentimiento, de manera de ser, de estar en equilibrio, en solo una forma de demostrar lo primitivos que somos, ¡y a mucha honra! Convertimos eso que llamamos amor en una licencia para mortificar al otro, para atraparlo, para maltratarlos sin nos abandonan, en una adicción que como tal, no cesará. Y olvídense de “amar al prójimo como a ti mismo”, porque “timismo” no sabe qué es eso, no se ama y por tanto, no sabe dar de lo que no tiene. Pasión loca, afinidad familiar, vocación por ayudar a los demás, de mantenerlos en dependencia y de esperar agradecimientos. Quién sabe cuándo murió el amor verdadero, el que deja ser, el que comparte, el que suma sin restar, el que libera, o en qué engendro destructivo se ha convertido, porque esto que escuchamos ahora del amor es más bien digno de visita a un profesional de la mente, de una caja de pastillas, encierro y sueño.