Muy
poco se supo de la otra arca. Se cuenta que esta arca no era una embarcación
física construida por la mente ni las manos del hombre. Se dice también que no
hubo ninguna inundación por lluvia que salvara a unos pocos y eliminara a los demás.
Afirman que no hubo un Dios externo, distante, que dictaminase el cataclismo.
Cuenta el relato que todo surgió desde el interior de cada uno de los seres que
participaron en esta nueva historia, en la que la conciencia y la inconsciencia
tuvieron su última contienda.
En
esta nueva historia sí hubo muertes y salvados, pero no del modo tradicional. De
hecho, las muertes esta vez fueron voluntarias, conscientes, y produjeron un
renacer. Sí hubo llamados, sí hubo convocatoria, pero no a reunirse en un sitio
geográfico, no al abordaje de artefacto alguno que nos salvaría del torrente
gigantesco ajeno a cada uno de nosotros.
La
salvación, esta vez, estuvo a cargo de quienes acogieron a la conciencia como
nueva forma de vida. La muerte solo ocurrió en la persona anterior, a la
inconsciente, a quien por una inflamación desmedida del ego, empujaba a su fin
su propia existencia en el planeta. Fue la muerte de la inconciencia, de la
demencia, de la compulsión alienante de autodestrucción.
No
hubo tiempo para la reflexión, para el examen de las cosas, para organizar
ejércitos de líderes o educadores. Debido a la urgencia, no hubo tiempo de
separar en grupos, de repartir el plan, de coordinar las acciones. Fue entonces
cuando lo insoportable del sufrimiento entró en escena como la última opción.
Fue el sufrimiento, que a falta de la terapia efectiva debió esculpir la nueva
obra, debió tomar el timón y reventar las defensas del ego individual y
colectivo para dejar entrar la luz en la penumbra, en esos sórdidos entornos a
los que la civilización nos había llevado; en ese aquelarre moderno en el que
todos sobrevivíamos con placer patológico, en esta “normalidad” a la que nos
habíamos habituado, abusando del cuerpo, de la mente, del prójimo; haciendo
brotar las peores enfermedades, desvirtuando los ciclos otrora perfectos de
nuestra naturaleza, causando la muerte indigna de nuestro cuerpo físico por el
amordazamiento, por la acumulación de basura y ruido sobre nuestro mundo
espiritual.
De
hecho, el cataclismo no fue la noticia. El cataclismo ya venía sucediendo de
forma orgánica y no tan silenciosa. El acontecimiento a resaltar fue la
salvación, la muerte en vida, voluntaria −de lo que algunos llaman “la vieja
naturaleza” y Claudio Naranjo denominaba el “homo demens”− y su posterior y
consecuente renacimiento a la luz de la conciencia de los seres que al fin
pudieron domar sus emociones, sus pasiones y adicciones, para finalmente abrir
su espacio interior a la vida, a la compasión, a la empatía, al gozo verdadero,
a la paz y a la convivencia amorosa con la conciencia como vehículo, de la mano
del autoconocimiento, del reconocimiento del otro como de sí mismo: porque si
tú y yo somos lo mismo, lo único que quiero para ti es el bien.
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