Al comienzo
todo se puede atajar. Antes de que el mal avance, todo se puede corregir. Antes
de perder los frenos, cambiar el rumbo tiene mejores perspectivas. Pero todo ha
avanzado. Todo se dejó rodar ante nuestra mirada indiferente hasta llegar al
estado actual de descomposición de aquello que en un inicio fue puro y fácil de
comprender. Quienes vivieron los primeros momentos de lo que hoy tenemos como
regla de vida fueron golpeados real o implícitamente por promesas irresistibles
de bienestar llevadas a cabo con la seducción como instrumento principal. La
rueda del progreso –o como quiera llamársele− dio sus primeras vueltas bajo
nuestras narices, y a pesar de las objeciones, las reacciones oportunas, las que
podrían llevarnos a mejor puerto, esa rueda impostora siguió su camino
aplastante y aceleró hacia los niveles actuales de inevitabilidad. Nos hicimos
los locos por un rato y la comarca se volvió un manicomio. La indiferencia
vestida de confianza fue nuestro pecado en los momentos en los que se necesitó
de la participación oportuna. Dejamos el timón solo y la rueda quedó a cargo, dictando
la receta para su propio éxito… y se aseguró de que así se cumpliese.
Aquí
estamos, pues, producto de nuestra indiferencia de siglos; unos, queriendo
estar bien y otros, creyendo estar bien, entre sobresaltos, incertidumbres y
enfermedades supuestamente sorpresivas invadiendo nuestros cuerpos y nuestras mentes.
Aquí estamos, hermanos, con la frustración heredada y siempre heredable de no
tener una existencia más simple, más justa, más plena; y es en medio de esta
demencia que podemos escuchar a quienes quieren y luchan por su dignidad, por
la nuestra.
Son esas
voces otrora sencillas, modestas, desenfadadas, que desde el inicio de la
locura abogaban por la justicia y el bienestar de todos las que hoy se
radicalizan y exigen vehementes nuestra participación en la lucha frontal
contra la rueda actual, la ya omnipotente, prescribiendo la muerte, si fuese
necesario, para conservar nuestro respeto y la libertad ante el vicio y el
pecado instaurados, enquistados en los círculos de poder –visibles o
invisibles– y en sus miopes seguidores.
Pero, ¿cómo lograr eso a estas alturas? Retomar el rumbo inicial, el rumbo de la gracia, el camino original se convierte en una empresa que se desvanece a cada minuto, dejándonos desamparados, desnudos, sin argumentos que parezcan válidos ante nuestros semejantes atrapados en el canal del progreso, de la llamada democracia, de la aparente autodeterminación, pero que desde aquí lucen como usuarios adictos de la indiferencia como medio para sobrevivir.
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