Pareciera,
mirando desde aquí, que no hay retorno si antes no se ha dado la vuelta. Es
difícil apreciar cabalmente el paisaje si este no se ha recorrido completamente.
Así como un libro ha de leerse varias veces antes de entenderse realmente el
mensaje, parece no haber manera posible de establecer indicios claros, reglas
respetables, argumentos de peso para seguir
el
buen camino sin torcerse y meter la pata en cada oportunidad. Fallar puede
abrir la puerta al aprendizaje. La frustración puede imprimir fuerzas renovadas
para comenzar de nuevo. La rabia, la tristeza e incluso la alegría le pueden
mover la mata a las trabas del camino
para trazar una ruta posible en la realidad de cada uno, comprobada con hechos,
lejos de las teorías, las doctrinas y las sentencias de
la gente que sabe.
Está muy claro
que la juventud es el tiempo para recorrer el camino ancho, para probar, para
emocionarse hasta el techo, para intentar y fallar miserablemente; para salir
de la batalla recién ganada o perdida con la cara sucia de loco y una sonrisa
compulsiva, con alguna enseñanza, que aunque se provenga de una experiencia
única, individual, abre las puertas a un mundo de posibilidades para quien
recorrió ese camino y tiene ahora en sus manos “alguna verdad” comprobada. Se
podría pensar que después de varias batallas, después de muchos malabares y algunas
torceduras éticas que pudieron facilitar el camino, es hora de sentarse a
disfrutar de los logros y, con suerte, compartirlos con quienes hayan
sobrevivido a tu aventura.
Después de esa
expansión brutal de las posibilidades, después de que el edificio de nuestra
vida ya parece estar construido y asegurado, viene y se asoma, por detrás de
algún arbusto del camino, el cuestionamiento silencioso y por ahora prohibido de
todo lo que se logró con firmeza y pasión. Después de contar incondicionalmente
con techo, paseo y percha, ya sin revisar las cuentas ni la hora como antes,
nuestros ojos recorren lo que llamábamos “el llegadero”, disimuladamente, una y
otra vez, a medida que se nos va clavando la idea peregrina de que eso no era
todo lo que necesitábamos.
Se prenden las
alarmas, se llama al médico, se cae en cama. Quiero a mi mamá.
Se produce el
derrumbe de las estructuras mentales rígidas después del bombardeo de las dudas
y temores que se plantean con las canas. Es luego de que va desapareciendo el
polvo de esta última batalla que se cuelan, desde lejos y con atrevimiento,
nuevas formas de ver la vida. Parece una batalla perdida con estruendo, pero a
la vez, entre la confusión y algunas lágrimas, el nuevo paisaje enfrente deja entrar
la cuestión “¿serán así las cosas?”, ”¿habrán sido siempre así las cosas y nunca
lo pude ver?”.
Se dan los primeros
pasos exploratorios. Con timidez, pero con la convicción de que las
percepciones deben cambiar, se prueban los nuevos zapatos, se va afinando las
preferencias y se va tomando partido por las opciones que más concuerdan con
esta nueva disposición que nos regaló el sufrimiento. Llegó el momento de la
depuración a ver qué queda, a ver qué sale. Se simulan posiciones, se ejercitan
hipótesis, se descartan las banderas absurdas del pasado.
Un buen día, en
el espejo aparece otro ser; alguien que no conocíamos hasta ahora, pero que sin
embargo nos agrada por la manera en que se mueve por entre las situaciones de
siempre. Sus respuestas al ambiente exterior, sus actitudes y su sosiego recién
estrenados van desvelando una recomposición interior fundamental. Todo fluye
como el agua —como siempre—, aunque ahora sí conocemos las leyes que nos gobiernan.
El cambio ha ocurrido, pero no se aprecia totalmente. Es como nacer con nuevos
ojos y tener la necesidad de verlo todo de nuevo con este nuevo sentido y así
redondear todo el asunto; algo así como escribir al fin la ecuación que
describe quiénes somos. Este es el retorno definitivo. Este es el final de la vuelta
que nos anuncia la pronta extinción del cuerpo físico —esta vez sin temor
alguno—, mientras vivimos en la plenitud absoluta, en la tan esperada luna de
miel con nosotros mismos.
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