martes, 28 de mayo de 2019

Monstruo ridículo

El llamado problema no se termina de resolver. Pasan los meses, los años y los siglos, y el problema nos sigue acompañando. Aparentamos ser seres industriosos, organizados académica y socialmente, capaces de emprender investigaciones necesarias, crear tecnologías, producir resultados y terminar de una vez con el bendito problema. En nuestro orgullo infalible para reconocer que estamos equivocados desde la premisa, nos empeñamos en ignorar el origen absurdo del problema en cuestión. Un burro poderoso de la época dictó por capricho y aquella sentencia se volvió regla, se convirtió en ley y se potenció el problema.

Aquella expresión de estupidez proactiva quedó colgada en los anales de la historia como un logro, como una explosión de genialidad de parte de un presunto genio. Y claro, cuando aparecen este tipo de cosas, también aparecen los partidarios, los detractores, los reglamentos que sustancian la nueva ley, las teorías de conspiración y se comienzan a tejer historias de vida que contienen hilos de ese absurdo adefesio, formando parte integrante e inexorable de sus cromosomas por el resto de sus vidas… de nuestras vidas.

El absurdo toma cuerpo, consistencia: Es todo un tema de estudio. Para este momento del relato, el absurdo no tiene discusión, nadie se atreve a cuestionar ese monolito sembrado en el cerebro de las nuevas generaciones. Aunque sigue siendo un absurdo de nacimiento, ya hace muchas lunas que algún desgraciado aparecido se atrevió a disentir y a vociferar en contra de lo que consideró un error gigantesco. En los textos de Historia en las escuelas se reverencia al burro.

En las discusiones y foros se justifica y se blinda la perspectiva del burro. En las reflexiones íntimas, personalísimas de profesionales y autodidactas ávidos del sentido de la vida, orbitan, flotan majestuosos, los baratos y absurdos argumentos de aquel burro, lavado por la tradición, premiado por la providencia.

En fin, una metida de pata del pasado se convirtió en la ley irrefutable del presente… ese absurdo nos persigue, y la mucha petulante sofisticación de la especie reinante, paradójicamente, nos mantiene arrastrándonos en el estiércol del absurdo.

sábado, 25 de mayo de 2019

...Como a ti mismo



Apenas se comienza a escuchar el mandamiento cristiano “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, la gente asiente, aplaude y grita antes de poder escuchar el trozo “como a ti mismo”. De manera que cuando se habla del segundo mandamiento, la carga recae inmediatamente en el amor al prójimo, al otro, y no sobre el origen de ese amor. Según mi corta experiencia en estos entornos, por alguna razón no se aborda generalmente el amor propio, el amor a uno mismo. Normalmente, al mencionarlo y según el interlocutor de turno, podría correrse el riesgo de ser percibido como egoísta o como una especie de cultor de la propia figura.

Si hubiese que arrojarse con desprendimiento a amar al otro, a quien lo necesita ahora, ¿cómo se acometería esta labor? ¿Qué amor podríamos brindarle al prójimo si nunca se nos ha hablado del amor a nosotros mismos? ¿Qué cosa podría ser esa que puede regalar sin haberla adquirido o cultivado antes?

Yo creo que hacer el amago de amar al otro sin nada compasivo qué ofrecer, no es amar: es otra cosa. Puede ser pasión, puede ser hacer un favor, pero la falta de empatía le arrebata la posibilidad de ser amor verdadero.

Nosotros y nuestra constante desconexión con nosotros mismos. Esa misma desconexión que nos mantiene compulsivamente distraídos y no nos deja estar en silencio por un rato sin temer a que nos salgan los demonios no reconciliados del pasado y las angustias del futuro. La misma desconexión que no nos permite conocernos a nosotros mismos por miedo a lo que encontraremos en el camino.

No se puede amar lo que no se conoce, y mientras exista esa desconexión entre lo que somos y lo que creemos o queremos ser; mientras no validemos nuestro instinto como algo digno de sentir; mientras despreciemos y satanicemos los impulsos naturales como parte importante del motor de nuestras acciones, pienso que no podremos amarnos nosotros mismos, y menos amar a alguien sin ir en detrimento de nosotros mismos, sin encontrar cada vez un nuevo culpable de lo que nos pasa, sin sentir al final ese cansancio que produce hacer las cosas por obligación y no por amor.

martes, 14 de mayo de 2019

¿Cambiar al mundo? Déjame pensarlo.


Para cambiar al mundo hay que comenzar por cambiarse uno mismo. De verdad que suena como una semerenda pendejada, pero parece que es así. Somos ladrillos con lo que se construye una sociedad, y si un grupo o la mayoría de los ladrillos se desmoronan o están torcidos, ya imaginamos lo que resultará. En este sentido, hagamos un ejercicio creativo: imaginemos que la gran mayoría hizo su tremendo trabajo en sí mismo y llegamos al cambio que cada uno visualizó. ¿Quién nos dice que ese cambio fue para mejor, en términos prácticos? “¿No era así que debíamos cambiar?”, se preguntaría uno. ¿Qué es lo que nos debe guiar, como sociedad, hacia un futuro de mejor convivencia, de una prosperidad suficiente, de una paz duradera? ¿Será que no todos queremos eso, de la convivencia, la prosperidad y la paz? Por ahora, quienes han regido al mundo no se han ocupado de ninguna de esas tres al menos, destinando o desviando los beneficios que estos elementos (o su escasez) producen para sí mismos. Nos gusta el poder, nos gusta distinguirnos para mejor utilizando los estereotipos occidentales. No nos gusta ser prósperos y exitosos si todos nuestros vecinos también lo son. Nos gusta el éxito, pero que ese éxito establezca una diferencia entre nosotros y quienes no se lo ganaron por flojos o incapaces.



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viernes, 3 de mayo de 2019

No hay retorno sin vuelta


Pareciera, mirando desde aquí, que no hay retorno si antes no se ha dado la vuelta. Es difícil apreciar cabalmente el paisaje si este no se ha recorrido completamente. Así como un libro ha de leerse varias veces antes de entenderse realmente el mensaje, parece no haber manera posible de establecer indicios claros, reglas respetables, argumentos de peso para seguir el buen camino sin torcerse y meter la pata en cada oportunidad. Fallar puede abrir la puerta al aprendizaje. La frustración puede imprimir fuerzas renovadas para comenzar de nuevo. La rabia, la tristeza e incluso la alegría le pueden mover la mata a las trabas del camino para trazar una ruta posible en la realidad de cada uno, comprobada con hechos, lejos de las teorías, las doctrinas y las sentencias de la gente que sabe.

Está muy claro que la juventud es el tiempo para recorrer el camino ancho, para probar, para emocionarse hasta el techo, para intentar y fallar miserablemente; para salir de la batalla recién ganada o perdida con la cara sucia de loco y una sonrisa compulsiva, con alguna enseñanza, que aunque se provenga de una experiencia única, individual, abre las puertas a un mundo de posibilidades para quien recorrió ese camino y tiene ahora en sus manos “alguna verdad” comprobada. Se podría pensar que después de varias batallas, después de muchos malabares y algunas torceduras éticas que pudieron facilitar el camino, es hora de sentarse a disfrutar de los logros y, con suerte, compartirlos con quienes hayan sobrevivido a tu aventura.

Después de esa expansión brutal de las posibilidades, después de que el edificio de nuestra vida ya parece estar construido y asegurado, viene y se asoma, por detrás de algún arbusto del camino, el cuestionamiento silencioso y por ahora prohibido de todo lo que se logró con firmeza y pasión. Después de contar incondicionalmente con techo, paseo y percha, ya sin revisar las cuentas ni la hora como antes, nuestros ojos recorren lo que llamábamos “el llegadero”, disimuladamente, una y otra vez, a medida que se nos va clavando la idea peregrina de que eso no era todo lo que necesitábamos.
Se prenden las alarmas, se llama al médico, se cae en cama. Quiero a mi mamá.

Se produce el derrumbe de las estructuras mentales rígidas después del bombardeo de las dudas y temores que se plantean con las canas. Es luego de que va desapareciendo el polvo de esta última batalla que se cuelan, desde lejos y con atrevimiento, nuevas formas de ver la vida. Parece una batalla perdida con estruendo, pero a la vez, entre la confusión y algunas lágrimas, el nuevo paisaje enfrente deja entrar la cuestión “¿serán así las cosas?”, ”¿habrán sido siempre así las cosas y nunca lo pude ver?”.

Se dan los primeros pasos exploratorios. Con timidez, pero con la convicción de que las percepciones deben cambiar, se prueban los nuevos zapatos, se va afinando las preferencias y se va tomando partido por las opciones que más concuerdan con esta nueva disposición que nos regaló el sufrimiento. Llegó el momento de la depuración a ver qué queda, a ver qué sale. Se simulan posiciones, se ejercitan hipótesis, se descartan las banderas absurdas del pasado.

Un buen día, en el espejo aparece otro ser; alguien que no conocíamos hasta ahora, pero que sin embargo nos agrada por la manera en que se mueve por entre las situaciones de siempre. Sus respuestas al ambiente exterior, sus actitudes y su sosiego recién estrenados van desvelando una recomposición interior fundamental. Todo fluye como el agua —como siempre—, aunque ahora sí conocemos las leyes que nos gobiernan. 

El cambio ha ocurrido, pero no se aprecia totalmente. Es como nacer con nuevos ojos y tener la necesidad de verlo todo de nuevo con este nuevo sentido y así redondear todo el asunto; algo así como escribir al fin la ecuación que describe quiénes somos. Este es el retorno definitivo. Este es el final de la vuelta que nos anuncia la pronta extinción del cuerpo físico —esta vez sin temor alguno—, mientras vivimos en la plenitud absoluta, en la tan esperada luna de miel con nosotros mismos.



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